¿Por qué necesitamos escribir o leer poesía? Los problemas de la creación poética, ¿deben ser abordados por la teoría literaria o la estética o habrá que estudiarlos en un contexto más amplio? Imaginemos a un profesor de literatura, como el de La sociedad de los poetas muertos, que tiene que dar respuesta ante sus alumnos de estos interrogantes. ¿Qué decirles? Quizás baste repetir con idénticas o similares palabras la lección del profesor John Keating: “No leemos y escribimos poesía porque sea hermoso. Leemos y escribimos poesía porque somos miembros de la raza humana. Y la raza humana está llena de pasión. Medicina, leyes, negocios, ingeniería son búsquedas nobles y necesarias para sostener la vida. Pero la poesía, la belleza, el amor, estas son las cosas por las que nos mantenemos vivos”. La cita tal vez no sea muy académica, pero es pertinente y veraz. ¿Podríamos decir, entonces, que escribir o leer poesía es uno de los rasgos que nos caracterizan como humanidad, que nos elevan por encima de nuestra naturaleza biológica?
En su presentación a la Teoría de la literatura de los formalistas rusos, Todorov afirma que debemos a ellos quizás la primera teoría elaborada de la literatura, que debía ensamblarse naturalmente con una estética, que a su vez formara parte de una antropología. La propuesta es hacer el camino inverso al propuesto por los formalistas. La antropología nos llevará a una estética y la estética a una poética, teoría de la literatura o poetología. Y todo ello deberá desembocar en una didáctica. Como en el poema Ítaca de Kavafis, en este viaje no importará tanto lo que encontremos al final, sino lo que nos vaya asombrando en el camino.
¿Es posible que definamos al hombre como un ser no sólo político sino también poético? ¿Por qué habrá escrito Hölderlin, hace más de 200 años, que es poéticamente como vive el hombre sobre la tierra? Los intentos que han hecho los filósofos a través de la historia para responder a la pregunta “¿qué es el hombre?” podrían dividirse en dos grupos: el hombre se define por lo que es o bien por lo que hace. La posesión de ciertos rasgos más allá de la naturaleza biológica, como la razón o la risa, fueron privilegiados por algunos desde la antigüedad. Y sin embargo, también desde muy antiguo subyace la idea de que los rasgos inmanentes que configuran al hombre se manifiestan en un hacer. Ernst Cassirer, en su Filosofía de las formas simbólicas, sostiene que si existe alguna definición de la naturaleza o esencia del hombre, debe ser entendida como una definición funcional y no sustancial. Porque la característica distintiva del hombre no es tanto su naturaleza metafísica o física, si posee un alma o logró la posición erecta, sino su obra. El sistema de las actividades humanas es lo que define y determina lo humano: el lenguaje, el mito, la religión, el arte, la ciencia, la historia. Si el término humanidad tiene alguna significación —afirma Cassirer— quiere decir que, a pesar de todas las diferencias y oposiciones que existen entre sus diversos haceres, todos cooperan en un fin común.
La mayoría de la gente tiene una grosera idea de que el hombre es un animal racional, dotado de lenguaje, político en el sentido griego del adjetivo. Pero quizás no se vea tan claro la relación entre el hombre y el arte o que, como dice el protagonista de La sociedad de los poetas muertos, escribimos y leemos poesía por el simple hecho de que pertenecemos a la especie humana. ¿Podría la humanidad vivir sin médicos? Una abrumadora mayoría respondería que no. ¿Y sin poetas? Creo que muchos responderían livianamente que sí. Si lo que necesita el hombre es la contemplación de la belleza, ya la naturaleza brinda infinidad de espectáculos conmovedores. Ahora bien: la capacidad del hombre de expresar por diversas vías la belleza no puede reducirse simplemente a una función mimética. Aún para los que sostienen la idea de que el arte es imitación, la obra artística no es una reproducción mecánica de la realidad, sino que interviene en ella la creatividad del artista.
El poema Oda a una urna griega, de Keats, parecería, a simple vista, imitación de imitación, descripción verbal de las figuras plásticas que se representan en un objeto arqueológico, lo que en términos técnicos se denomina écfrasis. Sin embargo, pronto nos damos cuenta de que está impregnado de subjetividad. Este poema, escrito hace 200 años, sólo en apariencia es imitación. En vano han intentado hallar la urna que describe Keats. Es probable que sólo existiera en su mente, como un conglomerado de imágenes que pudo haber visto en diferentes piezas de museo. El punto de vista del hablante lírico, la interrogación a la urna en general y a sus figuras individuales, la transformación de lo estático en dinámico y, en definitiva, la utilización de un motivo clásico para exponer una visión romántica del mundo en el que sólo la belleza es verdadera y trascendente, todo ello nos aleja de la mímesis y nos lleva a volcarnos sobre los elementos subjetivos de la composición. Como dice Schelling en su Filosofía del arte, en la creación artística es tan importante desviarse de la naturaleza como imitarla. En todo caso, la poesía instaura una nueva verdad. Proust —recuerda Bachelard— decía de las rosas pintadas por Elstir, que eran una “variedad nueva con la que el pintor, como horticultor, había enriquecido la familia de las rosas”.
Goethe, en su ensayo sobre La arquitectura alemana, propone que el arte, la actividad formadora del hombre, es anterior a la belleza. Así se pasó de la concepción mimética del arte a la idea de un arte característico, que ya no sería reproducción de objetos y de cosas, sino de una vida interior, de afectos y emociones. No obstante, toda forma de arte necesita de un medio expresivo sensible, por eso Mallarmé decía que “la poesía no está escrita con ideas, está escrita con palabras”. Para los formalistas rusos ese medio material es de suma importancia, porque el arte es en definitiva una construcción, un artificio. En cambio para Croce y sus seguidores el factor material es mínimo, lo que más importa es la intuición del artista y no su encarnación en una determinada materialidad. Si tendemos a ver en el poema, por ejemplo, el resultado de una intuición, las posibilidades de explicarlo son casi nulas. Pero no si lo vemos dentro de un proceso constructivo, donde la intuición, el propósito, las ideas, pero también el ritmo y la expresión verbal se encuentren ensamblados.
La asociación entre poesía y verdad no puede ser absoluta, en el sentido de que el arte necesita tanto de la imitación como de la creación, y sabemos por Sartre que el resultado, la obra artística, es irreal. Pero Hegel, Schelling, Keats y más tarde Heidegger le dan a esta relación un sentido distinto. En la obra de Heidegger aparece como leitmotiv la idea de que la verdad no es sólo la propiedad del conocimiento que se enuncia en un juicio, sino propiedad del ser mismo. “La verdad —dice Heidegger— hay que pensarla en el sentido de la esencia de lo verdadero. La pensamos recordando la palabra de los griegos alétheia, como la desocultación del ente”. En su ensayo Hölderlin y la esencia de la poesía Heidegger explica la expresión del poeta alemán “mas lo permanente lo instauran los poetas” afirmando que “la poesía es instauración por la palabra y en la palabra” y lo que se instaura es “lo permanente”. El ser debe ponerse al descubierto para que aparezca el ente, y esa tarea está confiada a los poetas. Para Heidegger la creación poética no sólo va unida a una estética y a una antropología —“Pleno de méritos, pero es poéticamente / como el hombre habita esta tierra”— sino también a una ontología.
A este terreno accidentado nos trajo la pregunta: ¿por qué necesitamos escribir o leer poesía? Nuestras reflexiones se encaminaron a mostrar que estas cuestiones nos llevan al campo de la antropología y la ontología. Pero si la poesía fuese una actividad reservada a ciertas personas excepcionales, dotadas de un poder visionario, capaces de ver la realidad como es en sí misma, en su auténtico ser, ¿qué sentido tendría leer o enseñar poesía? El mismo Heidegger reconoce que este llamado a vivir poéticamente es una aspiración del hombre como tal, tanto del poeta como del que escucha y lee poesía. Dice en El origen de la obra de arte: “si una obra no puede ser sin su creador, pues necesita esencialmente a los creadores, tampoco puede lo creado mismo llegar a ser existente sin la contemplación” y “no solamente es poética la creación de la obra, sino que también lo es a su manera la contemplación de la obra”.
¿Por qué escribimos y leemos poesía? ¿Para qué sirven los poetas en los tiempos que corren? Este mismo planteo se lo hacía Hölderlin hace más de dos siglos: “¿Para qué poetas en los tiempos aciagos?” También decíamos que si le preguntáramos a la gente ¿puede una sociedad vivir sin médicos?, nos responderían que no, pero que sí podría prescindir de los poetas. Yo aconsejo en esos casos contar esta historia, que por ser parte de la mitología es altamente sugerente, atemporal y universal.
Filoctetes era uno de los caudillos griegos que se embarcó para combatir contra Troya. Era el depositario del arco y las flechas de Heracles, pero este don divino le acarreó la desgracia. Ya fuera porque se hiriera con uno de los dardos, ya por la mordedura de una serpiente, lo cierto es que la herida del pie de Filoctetes se infectó, y su pestilencia obligó a sus compañeros a abandonarlo en una isla. Durante diez años los griegos combatieron junto a las murallas de Troya, sin que lograran apoderarse de la ciudad. Fue entonces cuando los griegos conocieron el oráculo según el cual, sin las flechas de Heracles que custodiaba Filoctetes, la ciudad no sería conquistada. Tuvieron que levantarle el exilio a Filoctetes y procurar su curación para asegurarse la victoria.
El mito de Filoctetes como símbolo del artista fue analizado en 1941 por Edmund Wilson en su obra La herida y el arco. Así como los griegos pueden combatir durante diez años sin Filoctetes, la humanidad puede vivir sin poetas —sin que por ello se altere la producción de cereales, decrezcan las acciones de la bolsa o se obstaculice la industria armamentista—, pero no será una humanidad verdaderamente humana. Si Filoctetes no interviene, Troya no caerá nunca; si el poeta no crea, la humanidad no podrá evolucionar positivamente. El arco es la obra de arte —hermano de la cítara de Apolo— y la llaga nauseabunda, la enfermedad social del artista. Ambos, el arco y la llaga, son parte de su identidad. Porque como dice Wilson, “el genio y la enfermedad, como la fuerza y la mutilación, pueden estar inextricablemente unidos”.
El mito de Filoctetes parecería sugerirnos que el dolor, la enfermedad y la marginación son el precio que deben pagar los artistas por el don de crear ¿No es el poeta una presencia molesta dentro de la sociedad, tan molesta como el olor pútrido del héroe o sus gritos de dolor? Y el poeta, y también aquellos que necesitan leer poesía, ¿no perturban acaso con sus gritos el orden de una sociedad que, paradójicamente, necesita de ellos para poder llamarse con propiedad “humana”? No es nuestra intención, como no lo ha sido a lo largo de toda esta charla, responder a estas preguntas, sino tan sólo dejar resonando la polémica. Según Homero, Filoctetes fue de los héroes privilegiados que tuvieron un retorno feliz después de la guerra de Troya; según otros autores, habría muerto en Italia luchando contra los bárbaros. Dos versiones encontradas que nada agregan al mito del que nos hemos ocupado, pero que quizás podrían abrir otra polémica: si en el futuro de la poesía, de los poetas, de los que leen poesía hay una sociedad mejor, más humana, alejada de la guerra, o si por el contrario, el destino de todos ellos, nuestro destino, es morir peleando contra los bárbaros.