
Antígona Vélez, el drama de Leopoldo Marechal, se desarrolla en una estancia. En las líneas iniciales se describe su casco: está en lo alto de una loma, es de estilo colonial, de gruesas y bastas columnas. Más adelante, Facundo Galván dirá que esa loma es una punta de lanza metida en el desierto, que más al sur no hay una espiga ni una rosa, porque los que intentaron poblar más allá volvieron con los fletes humeantes y los corazones rotos. Es la imagen de la estancia del siglo XIX y en territorio de frontera con el indio. Pero no siempre la literatura argentina, ni la de Marechal, ha visto a la estancia de ese modo.
A lo largo de nuestra historia, la estancia ha significado muchas cosas: posesión de un territorio mostrenco, núcleo fundacional de poblaciones, progreso económico o reservorio de tradiciones. La literatura no ha sido ajena a todo esto. Sin embargo, resulta curioso cómo se repite, en distintas épocas, la imagen de la estancia — o el establecimiento rural en general, sin distingos de extensión o capacidad productiva— como ámbito de una “edad de oro”.
La idea tal vez provenga del romanticismo y su exaltación de la naturaleza como territorio puro, en contraposición a las ciudades. Lo cierto es que fue Hernández quien popularizó este tópico en las estrofas de Martín Fierro: “Yo he conocido esta tierra / en que el paisano vivía / y su ranchito tenía / y sus hijos y mujer… / Era una delicia el ver / cómo pasaba sus días. /…/ Aquello no era trabajo, / más bien era una junción; / y después de un güen tirón / en que uno se daba maña, / pa darle un trago de caña / solía llamarlo el patrón”.
El tema reaparece en varios escritores vinculados a lugares concretos de la provincia de Buenos Aires: en Guillermo Enrique Hudson con la estancia “Los Veinticinco Ombúes” de Florencio Varela; en Ricardo Güiraldes con “La Porteña” de San Antonio de Areco; en Mario López Osornio con Chascomús; en Vicente Barbieri y Horacio Núñez West con el oeste bonaerense; en Benito Lynch con la estancia “El Deseado” en Urdampilleta, partido de Bolívar. En este trabajo trataremos de desplazarnos en una sola dirección, hacia el sur, al viejo pago de Monsalvo, y ver cómo el campo de Maipú fue el ámbito de la “edad de oro” de uno de nuestros máximos escritores: Leopoldo Marechal.
Pese a haber sido Marechal un porteño de pura cepa y un apasionado habitante de Buenos Aires, se ha afirmado con acierto que el campo del sur de nuestra provincia, el recuerdo de Maipú y sus tipos humanos, constituyen temas centrales de su obra poética y narrativa. Entre los 10 y los 18 años el autor de Adán Buenosayres frecuentó esa región debido a su tío Francisco Mujica, casado con su tía materna y a la vez madrina Martina de Beloqui. Fue en Maipú donde Marechal tuvo el primer contacto con el ámbito rural que tanto lo apasionó y que con el devenir de los años llegaría a constituirse en esa mítica “edad de oro” de su vida.
“Mi universo infantil —escribió Marechal en el “Cuaderno de Tapas Azules” de su Adán Buenosayres— era la llanura de Maipú, abierta de horizonte a horizonte, y la casa erigida en terrenos bajos que favorecía la presencia del agua y el afincamiento de un mundo volátil cuyo millón de alas negras, blancas y rosas herían el aire y escandalizaban la luz por cualquier motivo, ya fuera la irrupción de un jinete que se abría paso en los juncales, ya las evoluciones de algún nutriero que armaba sus trampas en el cañadón. Frescos están en mi memoria los días de Maipú, y aquella triste hora del anochecer, cuando nuestra casa parecía grande como el universo: ámbitos conocidos, rostros y voces, objetos familiares, todo era devorado por la sombra naciente, antes de que se encendieran las dulces lámparas amarillas; y si la infinitud del campo se nos metía por las ventanas abiertas, un cielo cruel en su inmensidad pesaba demasiado sobre la casa y hacía crujir los techos, a la hora en que nace un largo y sabroso pavor”. Y más adelante agrega, refiriéndose a la huerta de Maipú, esta otra referencia a los años dorados: “Tenía yo detrás de la casa un paraíso en miniatura donde árboles bien cuidados redondeaban ese prodigio de los frutos y rendían una sombra bajo la cual prosperaban ejércitos de flores no habituales en la llanura quemada de sol y barrida de viento. Adán en mi jardín o Robinson en mi isla, deambulaba yo a toda hora en aquel recinto”.
En Maipú, Marechal recoge las primeras percepciones del tiempo y el espacio que lo rodea. Ese niño que ya a los 12 años tenía la peligrosa costumbre de contar versos aprende allí el vértigo de la infinita llanura y el inexorable paso de las estaciones, que en su obra posterior se identificarán también con las estaciones del alma: “Ahora te ves en el camino de Maipú a Las Armas, trazado en la llanura de horizonte a horizonte. Son los últimos días del verano y los primeros de tu adolescencia”.
Son seguramente las fiestas y romerías —“un revuelo de campanas locas te despertó al amanecer: ¡las romerías de Maipú!”— las que rememora Marechal cuando en su segunda novela, El banquete de Severo Arcángelo, habla de los “gloriosos mediodías del Sur”. Pero Maipú es también el aprendizaje de las arduas tareas del campo, un aprendizaje en la virilidad como el que atraviesa el protagonista de Don Segundo Sombra: “Un sol rabioso caía sobre la llanura inundada —cuenta Adán / Marechal—, levantando emanaciones calientes y venenosos hálitos que parecían corromperlo todo, cielo y tierra, hombres y animales. Con tío Francisco, los dos a caballo, recorríamos aquella escena desolada; cuereando reses muertas, vigilando la punta de lanares que sobrevivían en la loma, descubriendo y juntando los vacunos perdidos entre cañadones y juncales”.
Pero así como en Martín Fierro la “edad de oro” no es eterna, sino que tiene su fin cuando el gaucho es enviado a la frontera, en Adán Buenosayres es la muerte del tío Francisco la que clausura ese lugar ameno donde habitaba la infancia: “Al siguiente día creció la fiebre: tío Francisco agitaba sus manos terrosas, como si se dedicase a una construcción invisible; y con la garganta reseca pedía de beber, o forcejeaba para salir al patio en busca del aljibe. Tía Martina y yo debimos atarlo al catre con dos cinchones. Pero la fiebre decayó al amanecer; y tío Francisco, aparentemente lúcido, expresó una extraña urgencia de tomar chocolate. Como no lo había en nuestra casa, era necesario ir a la estación, a cinco leguas de allí, por entre campos inundados y en medio de la noche que cerraba ya, negra, caliente y húmeda como un horno: yo tenía 15 años y una imaginación temerosa; pero monté sin vacilar en el caballo nochero, fui a Las Armas y regresé aún no sé cómo, a través de juncales densos, metido en el aguazal hasta la cincha, provocando en la noche un vasto azoramiento de alas, adivinando tranqueras y aflojando alambres en los palos torniqueteros. Aquella noche tío Francisco bebió su chocolate; y se hundió al punto en un sueño infantil. Pero al día siguiente lo encontramos muerto al pie del aljibe con una inmensa expresión de beatitud en su rostro mojado”.
¿Qué relación existe entre esta vida rural y los años dorados, para que aparezca tan frecuentemente en nuestra literatura, como acabamos de ver en la obra de Marechal? Evidentemente, hay una identificación, desde muy antiguo, entre la infancia y la “edad de oro”. A esa etapa incontaminada de nuestras vidas le debe corresponder también un espacio que sea luminoso, y ese ámbito de luz nuestros escritores lo han asociado, en muchos casos, con la estancia: punto de reunión de todo lo bueno de la cultura con una naturaleza apenas domeñada. En los extremos queda la vida corrupta de las grandes ciudades, donde el hombre ha perdido la gracia primordial, y la naturaleza en estado salvaje que describiera Horacio Quiroga.
Pero así como no podemos detener nuestro crecimiento, tampoco podemos vivir perpetuamente en ese ámbito de la infancia. Parecería que se escribe a partir de las pérdidas, y por eso, desde la rememoración de Martín Fierro, la evocación de los años dorados tiene necesariamente un tono elegíaco. No en vano Horacio Núñez West tituló Edad de la nostalgia a su libro de prosas poéticas, pues la nostalgia es el dolor por aquellas cosas que ya no van a regresar. Cuando se abandona el ámbito de la “edad de oro”, éste pierde su magia. De ahí que Ricardo Güiraldes se lamentara al ver la llanura roturada en numerosas chacras y añorara los grandes latifundios de su infancia. De ahí que casi todos los escritores que abordaron este asunto nos dejaran la sensación de haber sido arrancados de un lugar en el que se vivía a gusto, en íntimo coloquio con lo trascendente, para ser arrojados a un mundo de responsabilidades, a una “edad de hierro”. Todos se van igual que el protagonista de Don Segundo Sombra: como el que se desangra.
Imagen de apertura: Eliana Aromando, en https://ar.pinterest.com/pin/424253227391933464/

Guillermo Pilía
Graduado en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Poeta, narrador y ensayista con más de cuarenta años de trayectoria y treinta libros publicados. Recibió importantes premios nacionales y en el exterior y fue traducido a las principales lenguas. Es presidente de la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras de Madrid, correspondiente de la Academia de Buenas Letras de Granada y ciudadano ilustre de La Plata. En la SADE, ocupa la Secretaría General de la Comisión Directiva nacional, es presidente de la filial La Plata y miembro de la SADE Atlántica Mar del Plata.