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Home›Filiales›Provincia Buenos Aires›La Plata›EN TORNO AL EJERCICIO LEGAL DE LA POESÍA

EN TORNO AL EJERCICIO LEGAL DE LA POESÍA

Escrito por Guillermo Pilía
14 octubre, 2020
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La leyenda originaria de La Plata como “ciudad de los poetas” lleva a una serie de divagaciones, entre el humor y la solemnidad, sobre el ejercicio de la poesía y el papel que le toca a la SADE.

Tuve un amigo que fue un caso extrañísimo dentro de la historia de la literatura platense. Llegó, como tantos otros jóvenes, del interior de la provincia a fines de los 50. Ingresó a la carrera de Letras, y apenas recibido, publicó un sobrio libro de poemas, muy bien impreso, con versos medidos y rimados. Nunca más volvió a editar, y aunque de tarde en tarde despuntaba el vicio componiendo alguna poesía jocosa, se sentía muy ofendido si alguien lo llamaba “poeta”. Digo que fue un ejemplar rarísimo, porque la mayoría de los que pululan en el ambiente literario, con mucho menos antecedentes, no sólo no sienten vergüenza cuando se los llama “poetas”, sino que se sentirían agraviados si alguien se olvidase de hacerlo. En cualquier otro lugar del mundo, quizá la cosa no sería tan grave, pero en La Plata, que es la “ciudad de los poetas”, la cuestión es mucho más peliaguda.

Según las estadísticas, siete de cada diez habitantes de la ciudad se consideran poetas. Cualquiera que haya escrito unas rimas de amor o alguna coplita futbolera se siente en su derecho de ser llamado así. ¿Y quién tiene la autoridad suficiente para denegárselo? ¿Acaso la Sociedad Argentina de Escritores puede dictaminar en esta materia? Acá la gente nace sabiendo que esta es la “ciudad de los poetas”; nada más natural, entonces, que casi todos nos sintamos con atribuciones para titularnos como tales. Ahora bien, como decía el maestro Domingo Ortega, una cosa es dar pases y otra muy distinta es torear. Pero si en el mundo de los toros esto está muy claro, en el de la literatura, donde las cornadas son a veces peores, la atmósfera es quizás más confusa.

Primero habría que analizar de dónde viene eso de la “ciudad de los poetas”. Sabemos que La Plata es muy joven, fundada en 1882, que en términos históricos es nada. El problema de las urbes recién fundadas es que no tiene leyenda, pero como los hombres no podemos vivir sin esa dimensión que aguije nuestra fantasía, entonces tenemos que inventarla. Un par de hechos fortuitos se conjugaron para armar nuestra leyenda original: el nombre de La Plata surgió de la cabeza de un poeta, José Hernández; después, el día de la fundación, una “poetisa”, como se decía entonces, escribió un poema alusivo que se depositó bajo la piedra fundamental. El destino de La Plata estaba así, de alguna manera, marcado.

Por aquellos años de 1882 y 1883 esta era una especie de ciudad fantasma. Pero en 1885 se instaló aquí el primer poeta, Matías Behety, con su tisis, su alcoholismo y su melancolía romántica. Apenas si vivió en la ciudad unos meses. Murió y fue sepultado en el cementerio de Tolosa. El resto de la historia es bastante conocida: cuando se trasladaron los cuerpos a la actual necrópolis, apareció un cadáver momificado y fosforescente, que no era otro que nuestro primer poeta. El pueblo peregrinaba al cementerio para contemplar a la momia y hubo quienes le atribuyeron incluso poderes curativos. La leyenda ya estaba instalada, y hasta con componentes sobrenaturales.

Después de Behety, llegó a La Plata para sobrellevar sus miserias el bueno de Almafuerte; vivió —su correspondencia es bien clara al respecto— malhumorado y dependiente del alcohol, y murió lleno de deudas. Vino después la generación que Rafael Alberto Arrieta llamó “la primavera fúnebre” de La Plata: Abigail Lozano, Pedro Delheye, Héctor Ripa Alberdi, Alberto Mendióroz, Francisco López Merino… Todos murieron muy jóvenes, algunos con demasiada precipitación. El paradigma fue López Merino, quien agregó la nota trágica del suicidio. La Plata no sólo iba cumpliendo con ese destino original azaroso, no sólo era una ciudad de poetas, sino de poetas que la pasaban mal, morían jóvenes o trágicamente.

La leyenda de la “ciudad de los poetas” terminó de sellarse con la “generación del 40”. Ya habían pasado los tiempos románticos de Behety, Almafuerte o López Merino. Por razones económicas, profesionales o intelectuales, llegaron a La Plata un conjunto de escritores del interior de la provincia, que aquí se mixturaron con los bardos locales, que no eran pocos. Este fue un momento particularmente rico para nuestras letras, porque casi simultáneamente estaban escribiendo aquí Albarracín Sarmiento, Amaral, Casey, Catani, Ciocchini, de Isusi, Fiori, Ghida, Granata, Guglielmino, Lahitte, Mombrú, Núñez West, los dos Ponce de León, Pousa, Venturini, Tiberti; e iban afilando los lápices Casalla, Lerange, Alba Swann, Porro, García Saraví, Silvetti Paz, Speroni. Quizás fue este el momento en que la leyenda cobró más visos de realidad.

A los que nacimos después, ya nos contaron de chicos que esta era la “ciudad de los poetas”. Nos mostraban la casa del Almafuerte, el busto de López Merino, la tumba de Behety. De vez en cuando, incluso, llegaba hasta aquí algún poeta ilustre: Juan Ramón Jiménez, Gerardo Diego, Rafael Alberti. Por si fuera poco, abríamos el diario y nos encontrábamos con “Prosa y verso”. Nada más natural que muchos de nosotros —siete de cada diez, según las estadísticas— quisiéramos ser poetas.

Pero una cosa es escribir versos y otra diferente es ser poeta. Evidentemente, no basta con haber nacido en La Plata, con saber que Panchito se suicidó en el Jockey Club y que Fernández Moreno estuvo aquí de practicante cuando la ciudad todavía era una aldea. ¿A quién hay que dar el tratamiento honorífico de “poeta” y a quién hay que negárselo?

Alguien podrá decir: “Un poeta, para merecer tal título, no sólo tiene que escribir, sino también publicar sus poesías”. Un criterio que va en consonancia con el de los estatutos de la SADE para considerar que alguien es escritor. Por lo tanto, será más poeta quien más publique, quien demuestre una continuidad en la gaya ciencia a lo largo del tiempo. Pero tal criterio, en una ciudad de tan curiosa vida cultural como la nuestra, pronto queda desacreditado. Hubo grandes poetas que publicaron muy poco, por ejemplo Alberto Ponce de León, que editó un solo libro; y sin embargo, a nadie se le ocurriría poner en duda que fue un gran poeta. En contrapartida, hay otros casos de versificadores sumamente prolíficos, que sacan a la luz uno o dos libros por año —también habría que discutir a qué llamamos “libro”— y a los que, no obstante, sería descabellado considerar poetas.

Es evidente que un poeta no se mide por lo que publica. Es más: hubo el caso en La Plata de uno que se resistió heroicamente y durante muchos años a publicar. Su propósito era crear otra leyenda: la del poeta que fue tal y pese a que nunca publicó. Finalmente, un editor amigo se largó a publicarlo y yo mismo hablé en la presentación del libro, con lo que el legendario poeta pasó a engrosar la fila de los que no tenemos leyenda. Todavía queda un caso más asombroso: el de un poeta —en el sentido original de la palabra— que nunca escribió nada, y a despecho de esta contingencia llegó a ser presidente de una institución que afortunadamente no es la nuestra.

Otros podrán decir: “Un poeta se mide por el reconocimiento de los demás”. Si seguimos esta lógica, entonces será más poeta el que tenga más participación activa en la vida cultural, o el que haya obtenido más premios literarios, ya que es fundamentalmente en los concursos donde los escritores más experimentados valoran a los bisoños. Pero pronto nos damos cuenta de que es otra falacia. Hay personajes abonados a la sección de sociales de los diarios —suelen fotografiarse junto a los directores de cultura de turno—, mientras que otros trabajan honestamente en las sombras, al margen de los contratos oficiales. ¿Y los premios? Un poeta como Horacio Preler —poeta cabal y con mayúscula— sólo consignaba en sus datos un premio literario, mientras que otros llenan páginas con la enumeración de sus lauros. ¿Es más poeta que Preler uno que obtuvo cuarenta veces la décima mención de honor en algunos juegos florales? Preler sólo mencionaba un premio, pero es el premio de poesía de la Academia Argentina de Letras…

Como puede verse, la cuestión no es nada fácil, y el origen del problema es el haber nacido o vivido en una ciudad a la que llaman “de los poetas”. En la práctica de la convivencia literaria, las aguas parecen separarse con mayor claridad. Por ejemplo, los verdaderos poetas tienen mucho olfato para detectar a los que no lo son, o a los que se apartan del buen camino. A una cena a la que se había invitado indiscriminadamente a cualquiera que se considerase versificador, llegó una famosa figura de nuestras letras y, mirando a la sala colmada de gente, me dijo: “Qué lástima que no haya venido ningún poeta”.

Una posible solución al problema sería la de determinar, mediante instrumentos científicos, quién está habilitado y quién no para el ejercicio legal de la poesía. También se llama a La Plata “la ciudad universitaria”, y no por eso el setenta por ciento de los platenses se hace llamar “doctor”; para ello existen las Facultades que examinan a los aspirantes y confieren los títulos de grado o de posgrado. La SADE, en este sentido, sólo puede certificar si alguien escribe o no, si publica o no, pero es una institución más gremial que académica. En tren de divagar, digamos que podría constituirse un Organismo, un Alto Tribunal que otorgue el título de “poeta”. Y un Colegio de Graduados en Poesía que vele por el correcto ejercicio de la profesión, imponga el silencio a quienes no son “poetas matriculados” e incluso inhabilite a los que no son solidarios con sus pares y se dediquen a hacer rosca con el diablo.

Mientras no llegue alguna solución extraordinaria al problema de la “ciudad de los poetas”, lo mejor es que las cosas sigan como hasta ahora, un poco mezclada la Biblia con el calefón. Cuando La Plata festeje su primer milenio, quizá todos los que hoy nos consideramos con fueros de poetas estemos en el más absoluto olvido. Y acaso entonces los arqueólogos exhumen la obra inédita de algún ignoto versificador de café y lo declaren ante el mundo como el poeta emblemático de la ciudad.

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Guillermo Pilía
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Graduado en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Poeta, narrador y ensayista con más de cuarenta años de trayectoria y treinta libros publicados. Recibió importantes premios nacionales y en el exterior y fue traducido a las principales lenguas. Es presidente de la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras de Madrid, correspondiente de la Academia de Buenas Letras de Granada y ciudadano ilustre de La Plata. En la SADE, ocupa la Secretaría General de la Comisión Directiva nacional, es presidente de la filial La Plata y miembro de la SADE Atlántica Mar del Plata.

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