
En la década del ´20 la familia Cortázar vivió en Banfield a metros de la intersección de las calles Rodríguez Peña, donde estaba la casa, y San Martín. Ese rincón del pueblecito donde transcurrió gran parte de su infancia es hoy la Esquina Julio Cortázar porque, aclaremos, hay un Banfield de Cortázar pero también un Cortázar de Banfield.
La cifra del universo está en algún lugar de Banfield. Exactamente dónde, no lo sé pero las pistas que llevan a él aparecen clarísimas en tantas páginas…
Tomemos, por ejemplo, a Aníbal, que anda por los doce años y se ha enamorado de Sara, la hermana de Doro, que juega a la pelota (cuando no está enfermo, claro) en la calle por la que pasan tan pocos autos que es superflua la advertencia de la madre de Sara “tengan cuidado con los autos”.
Café con leche preparado por Sara toman bajo las glicinas en la tarde apacible de Banfield, con sus calles de tierra y la estación del Ferrocarril Sud, “un pueblecito que nosotros pronunciábamos ´bánfiel´ (…) un pueblecito casi de campo” (dirá mucho tiempo después Julio) en aquella época cuando Aníbal y Doro todavía no han estrenado pantalones largos y las casas y los potreros son para ellos más grandes que el mundo.
Quién sabe, a lo mejor ese sitio secreto está entre la maleza de espinos del camino de Sandokán, como le dicen los chicos, el que termina en el zanjón de talud enlodado, de sauces de ramaje tupido bajo el que arman los cigarrillos de chala y fuman hablando de cosas, a deshoras, cuando el tiempo no tiene medida.
También puede ser que esté junto a las vías, de la parte de acá de las vías, donde nace la calle por la que trota el caballo del tilbury que viene de la estación, sorteando algún adoquín desparejo que oculta un universo de hormigas que, definitivamente, hay que liquidar a menos que se quiera correr el riesgo de que destruyan el jazmín de Lila, al otro lado del ligustro. Son una peste las hormigas negras de Banfield, se comen todo, hacen larguísimos túneles secretos y la única forma de terminar con ellas es con la máquina de hacer humo y los venenos que tío Carlos ha traído y que está guardada en el cuarto de las herramientas.
O en el fondo de las casas de Banfield, disimulando su presencia mientras los chicos leen “Billiken”, las novelas de Salgari, El tesoro de la juventud o juegan a las bolitas, al vigilante y ladrón, a la escondida y otro, un chico alto y flaco de nueve años escribe su primera novela e instalado en el centro de su reino entre los frutales lee con asombro El secreto de Wilhelm Storitz.
¿Y qué tiene de particular todo esto? ¿Acaso no hay zanjones en ningún otro lugar del mundo? ¿Solamente en Banfield las hormigas socavan los cimientos de las casas, los chicos se enamoran de las vecinas o descubren a Julio Verne?
Yo creo que sí. Sinceramente.
Todo lo que sucede en el Banfield de Cortázar es único en el universo. Quizás él sabía cuando escribió sus cuentos que en ellos se cristalizaba el mundo de su infancia que llevaría siempre consigo. Es cierto que hay un Banfield de Cortázar, tamizado por la luz sepia del paso del tiempo; y también es cierto que hay un Cortázar de Banfield en los lectores que, cuando pisamos los mismos adoquines a los que el paso del tiempo ha dado brillo, lo sentimos tan cerca, tan vecino, tan nuestro. Y lo queremos tanto a Julio.

Lidia Rissotto
Traductora Pública, inglés, (UBA); diplomada en Teoría y Producción Literaria (SADE); posgrado en Análisis del Discurso (UBA). Miembro del ILCH. Coordina talleres de escritura. Premio Intl. EMECE-Zoetrope; Faja de Honor SADE; Diploma de Honor, Senado de la Nación por gestión cultural. Ex presidente de la filial Lomas de Zamora de SADE.








