
¿Quiénes son esos seres desdibujados que van tomando forma con el transcurrir de la historia que Emil García Cabot nos propone desde las páginas de La hora?
¿Cuál es la hora que aguarda a las mujeres y a los hombres que habitan ese pueblo ignoto? ¿Hay, acaso, culpables? ¿Inocentes? Y si así fuera, ¿de qué falta?
No hay respuestas inmediatas. Aquello que aparece al principio como una confusión de hechos y personajes se transforma en una telaraña perfectamente tramada y que solo puede verse a la distancia, una vez terminada la lectura y, muchas veces, después de la confirmación de la relectura.
Las pistas están desde las primeras páginas: Paola nos lo advierte desde un juego de incertidumbres, de luces y sombras. Quién es, dónde está, son los interrogantes que se plantea el lector. También los otros personajes Elena, Silvio, Claudia, Artemio, la Juani, Oscarcito, el Viejo, Ezequiel, Alejo, Mara, entre otros, introducen fragmentos de una trama que se va articulando no de manera cronológica sino diacrónica, sin atenerse al orden de los hechos sino a la subjetividad de los personajes. Siguiendo esta última línea, la novela transcurre en un presente extendido que incluye hechos pasados y conjeturas sobre lo que aún no ha sucedido, según el punto de vista de cada personaje. Esta perspectiva múltiple, coral, esta polifonía, contiene una vívida representación del espacio, un elemento sin voz propia pero impregnado del mundo interior de cada personaje. No se sabe cómo es el pueblo, solamente se lo conoce a través de la mirada de sus habitantes y aparece así revestido de corporeidad.
De esta manera el pueblo, es decir, al espacio en el que transcurre la novela, puede ser visto como un personaje pasible de ser analizado. Hay un arriba y un abajo en el pueblo y hay un camino que, se sabe, lleva a otro pueblo o trae desde otro lugar. En el arriba difuso, sin fisonomía propia, está la mina vieja y derruida como un eje ominoso en el que se enlazan las historias: las vidas de los mineros están atadas a ella, el poder de Hidalgo1 depende de ella, es la mina y su explotación la que sume al pueblo en la degradación material.
Esa decadencia del pueblo, la contaminación de las aguas del arroyo, los desechos de la mina que se acumulan en la represa, también son el espejo del deterioro moral que exhiben los personajes. El que viola, la que traiciona, el que somete, el que mata, los que se mueven en pos de la venganza son parte del envilecimiento, de un aire que ahoga y de un humo que ennegrece la interioridad.
El polvo es una presencia permanente en el abajo. Es un elemento inestable y ubicuo y, por eso mismo, anónimo, como lo son, en muchos casos, las circunstancias de los personajes: ¿Qué ha sido de Claudia? ¿Quién es el forastero? ¿Para qué llega Artemio? Es polvo lo que cubre el interminable camino que pasa por el costado de esta isla exangüe en la que se ha convertido el pueblo y que no se sabe de dónde viene ni adónde va. Las calles han perdido sus contornos creando confusión; los pasos de Claudia, confundidos, han seguido el sendero equivocado que la lleva a la violencia y a la muerte.
También el tren y la estación se han convertido en una presencia fantasmal que acompaña la despersonalización del pueblo. Las vías ya no llegan a ninguna parte y, antes, los trenes habían dejado de detenerse. La estación ha dejado de ser un espacio de intercambio o entrecruzamiento de seres y experiencias sino el lugar desolado que sirve para el descanso de la angustia de Paola y para la reflexión. Nada es lo que era y tampoco será igual, parecen decirnos estos lugares disueltos en la atmósfera evanescente de la novela.
Unas reflexiones finales sobre el incendio simbólicamente expiatorio asociado al sacrificio de Paola. Son muchas las leyes que han sido profanadas por los habitantes del microcosmos de La hora. Filicidio en el Viejo, avaricia en don Hidalgo, incesto cometido por Alejo, codicia despertada por el filón de oro, demasiadas vilezas para que se puedan expiar con arrepentimiento y compensación. Se necesita más, hace falta que el sol caiga y que su fuego arrase y no deje más que pastos quemados. El fuego solo respetará el cementerio como una muestra de la necesidad de poner fin a la ignominia y de dejar testimonio. Hace falta la voluntad de uno solo de sus habitantes, Paola, para que, a costa de su propia vida, haya un atisbo de lo que puede suceder: la ilusión de un tañido de campanas, de un agua que vuelva a ser cristalina.
(1) No parece casual que García Cabot haya elegido el nombre de Hidalgo para identificar al propietario de la mina; la ironía es uno de los rasgos de la escritura del autor, ya que nada tiene de generoso y noble el tal señor.

Lidia Rissotto
Traductora Pública, inglés, (UBA); diplomada en Teoría y Producción Literaria (SADE); posgrado en Análisis del Discurso (UBA). Miembro del ILCH. Coordina talleres de escritura. Premio Intl. EMECE-Zoetrope; Faja de Honor SADE; Diploma de Honor, Senado de la Nación por gestión cultural. Ex presidente de la filial Lomas de Zamora de SADE.