BESTIAS, MONSTRUOS Y SERES EXTRAORDINARIOS

Entre el 9 y el 12 de septiembre de 2015, en Santiago del Espero, bajo el definitivo título Bestias, Monstruos y Seres Extraordinarios se evocaron dos centenarios: la primera edición de La metamorfosis, de Franz Kafka, y el nacimiento de Jorge W. Ábalos. Aunque, no lo parezca, entre el escritor de Praga y el escritor de Santiago del Estero hay más de un punto en común. En mi ponencia, intenté explicarlo con estas palabras:
El 3 de junio de 1924, fue el último verano europeo que alcanzó a ver Frank Kafka, una tuberculosis lo mató cuando recién había cumplido los 41 años. Por entonces su obra era conocida por un pequeño grupo de amigos escritores y otro grupo, igualmente reducido de lectores. En 1915, había aparecido La metamorfosis (algunos traductores prefieren llamarla La transformación), impreso por Poeschel & Trepte en Leipzig, en noviembre de 1915, como volumen 22-23 de la colección Der Jüngste Tag. Esa primera edición tenía un grabado de Ottomar Starke representando al padre de Gregorio Samsa saliendo horrorizado de la habitación de Gregorio, con las manos cubriéndose la cara, Starke hizo ese dibujo a indicación del propio Kafka.
Además de esta obra capital, se conocían fragmentos de obras futuras y algunos cuentos entre los que se podrían mencionar: Un médico rural, Un informe para una academia, ambos aparecidos en 1917; En la colonia penitenciaria, editado en 1919, y Un artista del hambre, en 1922. El resto de su vasta obra inédita estuvo a punto de ser destruida, a pedido del propio Kafka. Por fortuna, Max Brod no cumplió con el encargo de su amigo. Gracias a ello, a pocos años de su muerte, Kafka se convirtió en uno de los autores más importantes de la vanguardia alemana y austriaca. En 1940, gran parte de sus textos ya habían llegado a Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos de América. En Alemania, el régimen nazi los había prohibido en 1933, porque los consideraba “un vivo ejemplo de la literatura perjudicial e indeseable”. Sus libros fueron quemados públicamente. Hoy ningún escritor moderno puede prescindir de esa obra “perjudicial e indeseable”, pero a diferencia de otros escritores modernos, el lenguaje de Kafka es claro y sencillo, coloquial, prescinde de todo manierismo. Acerca de esto se refiere Hannah Arendt en un esclarecedor trabajo, Franz Kafka, recuperado, que apareció en Partisan Review, en 1944, al cumplirse los 20 años de la muerte de Kafka. Señala Hannah Arendt: “Su prosa no parece revestir ninguna peculiaridad; no tiene, por sí misma, ningún rasgo seductor ni embriagador; al contrario, está al servicio de la pura comunicación, y su única característica es que, si se analiza atentamente, se verá siempre que lo que comunica no se podría decir de manera más sencilla, más clara, más breve. En esta prosa, la falta de amaneramiento está llevada casi al extremo de la ausencia de estilo, y la falta de enamoramiento por las palabras como tales alcanza un límite rayano en la pura frialdad. Kafka no tiene palabras, ni construcciones sintácticas predilectas. El resultado es un nuevo tipo de perfección que parece equidistante de todos los estilos existentes en el pasado”.
Interesante lectura la que realiza Arendt, a eso hay que agregar, ella misma lo marca, que Kafka no se caracterizaba por ser un estilista de la lengua alemana. Hay que tener en cuenta que debía sobrellevar un constante entrecruce de lenguas: en su casa se hablaba en idish, en el trato diario con los vecinos de Praga, él hablaba en checo, pero a la hora de escribir lo hacía en alemán que, tal como sucediera en el 1200 con el latín y posteriormente con el francés, era la lengua culta para expresarse en literatura en ese rincón del mundo.
¿Qué tienen en común un hombre nacido en Praga en 1883 y muerto en Austria en 1924, con otro hombre nacido en La Plata en 1915 y muerto en Córdoba en 1974? En primer lugar, ambos son escritores y los dos, tal como apuntaba hace unos minutos Hannah Arent, la prosa de uno y otro, “está al servicio de la pura comunicación, y su única característica es que, si se analiza atentamente, se verá siempre que lo que comunica no se podría decir de manera más sencilla, más clara, más breve.” Efectivamente, esa característica la encontraremos en la escritura de Kafka y en la de Ábalos, ambos de manera sencilla y clara se refieren a un mundo cotidiano que se transforma en un sitio terrible a partir de la realidad que deberán enfrentar sus criaturas: Josep K envuelto en un proceso diabólico, los protagonistas de Shunko, afrontando una naturaleza despiadada y hostil. Claro que mientras que en un caso se pierde toda esperanza, en el otro habrá un atisbo de salida que, vale decirlo, tampoco es muy esperanzado. También, podríamos decir que Kafka y Ábalos se toparon con un conflicto de lenguas. En un caso, Kafka que, como hemos dicho, debió recurrir al alemán en su escritura, en tanto que él cotidianamente se comunicaba en idish y en checo; en el caso de Ábalos, debió aprender el quechua para comunicarse con su entorno, mientras les enseñaba el castellano a aquellos con quien se comunicaba. Tal vez se podrían hallar otras similitudes, pero prefiero dejar esa investigación para más adelante y detenerme en un paralelismo entre dos novelas argentinas que, entiendo, ofrecen un material muy rico para la polémica. Hablo de Shunko, de Jorge Washington Ábalos, y Juvenilia, de Miguel Cané.
Ambos textos tienen una misma intención: evocar los años de aprendizaje, pero dos geografías muy diferentes. Miguel Cané, en Juvenilia, habla de su paso por el Colegio Nacional Buenos Aires, un establecimiento de antigua data y prosapia: en 1654, el Cabildo porteño le encomendó a los jesuitas que atendieran la educación de la juventud, siete años después la Orden se había instalado en la manzana de lo que hoy limitan las calles Bolívar, Moreno, Perú y Alsina, ahí se alzó el Colegio San Ignacio, cuando el rey Carlos III expulsó a los jesuitas del continente americano, el virrey Vértiz lo transformó, en 1772, en el Real Colegio de San Carlos. A partir de 1810, ya libres de España, la institución se denominó de diferentes maneras: fue el Colegio de la Unión del Sur, luego el Colegio de Ciencias Morales, recuperó el de Colegio San Ignacio, y por último, Bartolomé Mitre, como presidente de la Nación, el 14 de marzo de 1863 le dio el definitivo nombre de Colegio Nacional Buenos Aires. En sus aulas estudiaron la mayoría de los hombres que iban a escribir la historia del país: Belgrano, Castelli, Alberti, Dorrego, Monteagudo, a punto tal que, desde 1821, a la manzana donde se alza el colegio comenzó a llamársela “Manzana de las Luces”, aunque no todos alcanzaron el privilegio de entrar en “el Buenos Aires”: según evoca en Recuerdos de Provincia, Sarmiento no consiguió la beca que le hubiese permitido cursar en esas aulas.
Jorge W. Ábalos, en Shunko, habla de un colegio establecido en un monte de Santiago del Estero, en un rincón sin historia o, mejor, con mucha historia que nadie decidió escribir, ahí estaban, si se pueden llamar colegio, unos pocos bancos desvencijados debajo de un algarrobo enorme.
Es interesante comparar o, acaso, enfrentar a una y otra novela, aunque tal vez darle categoría de novela a Juvenilia resulte algo forzado; en definitiva, se trata de diversos fragmentos, el llamado fragmentarismo era un rasgo común entre los escritores de la llamada Generación del 80, a la que pertenecía Miguel Cané y entre los que se encontraban Lucio V. López, Lucio V. Mansilla, Eduardo Wilde.
Juvenilia se refiere a un colegio exclusivo y excluyente por cuyas aulas pasaron, reitero, los hombres que dejaron marca, para bien o para mal, en este país. El relato está planteado en primera persona por Miguel Cané quien, obviamente, narra y recuerda los cinco años que cursó en las aulas de ese colegio. Se trata de la mirada de un porteño, miembro de una familia de clase media alta, los Cané Andrade, que se habían exiliado en Uruguay durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas; de hecho, Miguel Cané nació en Montevideo. Según relata en Juvenilia, a poco de ingresar en el Nacional Buenos Aires, “Silencioso y triste, me ocultaba en los rincones para llorar a solas, recordando el hogar, el cariño de mi madre, mi independencia, la buena comida y el dulce sueño de la mañana”. Ese desasosiego crece sin remedio: “mis primeros días de colegio fueron de desolación para mi alma. La tristeza no me abandonaba y las repetidas visitas de mi madre, a la que rogaba con el acento de la desesperación que me sacara de allí”, aunque también hubo días de alegría: “Recuerdo un carnaval en que hicimos atrocidades en el atrio; los chicos, con las manos llenas de carmín, azul molino y harina, asaltábamos de improviso a los paseantes, les llenábamos los ojos y el rostro con la mezcla”. “Cosas de mocedad”, reconoce. Como consecuencia de una travesura, Cané es expulsado del Colegio: “Eran las ocho y media de la noche: medité. Mi familia y todos mis parientes en el campo, sin un peso en el bolsillo”. Entonces evoca a David Copperfield, siente que el héroe de Dickens es una suerte de pigmeo a su lado.
Se dice, con razón, que los porteños solemos mirar a Europa desde el puerto de Buenos Aires, mientras le damos la espalda al resto del país. Esto se repite sin descanso a lo largo de las páginas de Juvenilia: todos los referentes son europeos o americanos del norte, y si bien en la época que Cané sitúa sus recuerdos éramos un país muy joven ya había algunos nombres propios para citar y tener en cuenta.
Shunko sucede algunos años después de Juvenilia, su ámbito también es un colegio, aunque en las antípodas del magno Colegio Nacional Buenos Aires, en este caso se trata de un humilde rancho de barro, construido por el maestro, los alumnos y los vecinos del lugar. Mientras Cané cuenta su experiencia como alumno, Ábalos cuenta la suya como maestro. Cané elige la primera persona y es un constante autoreferente, Ábalos opta por la tercera persona y fija la atención en uno de sus alumnos, el chico que le da título a la novela. Las diferencias entre uno y otro texto son abismales y marcan a fuego el divorcio de la gran ciudad y el interior. Mientras la preocupación de Cané, expulsado del colegio, es de qué modo va a salir de ese entuerto, sin dinero y con sus padres en el campo, no precisamente trabajando las tierras sino gozando del beneficio que esas tierras le brindan gracias al trabajo de otros, la preocupación de Shunko es cómo lo tratará el maestro, le han dicho que los maestros castigan a los niños, para llegar a ese maestro y a esa escuela tendrá que caminar dos kilómetros, pero no detiene su marcha.
A diferencia de Juvenilia, Shunko se refiere, exclusivamente, a mitos locales. Ahí está Zupay, el duende sombrerudo que reina en la siesta; está Pampayoj, que rige la vida en las pampas; está Sachayoj, el dios bueno del bosque y sus habitantes, son ellos quienes de algún modo le han advertido al maestro: “Veta, camarada, te espera una dura lucha, te esperan muchos sinsabores. Te acosará la soledad y la angustia te estrangulará muchas veces. ¿La recompensa? No, camarada, no hay recompensa. Debes buscar la felicidad en ese grupo de changos rotosos que hablan un idioma que no es el tuyo y que te esperan en la escuela de barro. Todos son buenos y te ayudarán a vivir”.
Así, mientras Juvenilia se refiere a un hecho personal, a las supuestas desventuras y evidentes alegrías de un jovencito porteño cursando en un colegio exclusivo, Shunko habla de un hecho colectivo, del tesón, de la voluntad de chicos y chicas, de hombres y mujeres capaces de alzar una escuela de barro que les brinde saber a todos. Y no son casualidades, basta con recordar ciertos actos de Miguel Cané y ciertos actos de Jorge Washington Ábalos. EN 1902, Cané como senador nacional logró que el Congreso de la Nación sancionara la Ley 4144, Ley de Residencia que, a pedido de la Unión Industrial Argentina, el propio Cané había presentado en el senado; de ahí que esta ominosa ordenanza también fuera llamada “Ley Cané”. Como se recordará, habilitaba al gobierno a expulsar a inmigrantes sin juicio previo, de esa manera se lograba reprimir la organización gremial alentada por socialistas y anarquistas llegados de Europa que, por medio de huelgas y otros modos de protesta, pudieran perturbar a la incipiente Unión Industrial. La Ley fue derogada en 1958, bajo el gobierno de Frondizi.
Uno de los momentos más dolorosamente bellos de Shunko es la muerte de Reina, una de las niñas del colegio, que había sido picada por una serpiente. El propio Ábalos sufrió en carne propia esa tortura, aunque en su caso no fue una serpiente sino un escorpión. El hospital más cercano estaba a 40 kilómetros de distancia, por lo que no tenía ninguna posibilidad de cura. El sol de la mañana siguiente le demostró que seguía vivo. A partir de ese momento se comunicó con el doctor Salvador Mazza, quien estaba investigando a fondo la enfermedad de Chagas, y comenzó a enviarle en cajas de zapatos diferentes tipos de bichos venenosos que pudieran serles útiles al doctor Mazza. Esta acción la iba a repetir tiempo después con el doctor Bernardo Houssay, desde 1940 hasta 1943 se cartearon una vez por semana, a lo largo de ese tiempo le envío ejemplares de la temida araña Viuda Negra, Houssay logró crear el antídoto.
Jorge W. Ábalos fue maestro rural en Santiago del Estero desde 1934 hasta 1946. A lo largo de todo ese tiempo, no hizo sino pensar en el otro, ayudar al otro. Nótese la diferencia, mientras Cané promulgaba una ley para expulsar a los inmigrantes de nuestro país, Ábalos hacía lo imposible por salvar las vidas de los vecinos del monte, víctimas de los bichos ponzoñosos. Ayudaba a los marginados, a los inmigrantes.
Juvenilia, recuerdo, fue texto obligado en mis años de colegio; ignoro si aún lo sigue siendo. Asimismo, ignoro si Shunko fue o es texto obligado en los colegios, debería serlo. No sólo por la evidente calidad de su escritura, sino, también, para hacer justicia.