Obligar y prohibir: lo que la lengua y la literatura detestan
“El verbo leer no tolera el imperativo —escribió Daniel Pennac. Es una aversión que comparte con otros verbos: amar, soñar…”. Lo mismo podríamos decir del lenguaje y de la literatura: no les gusta que les impongan cómo comportarse, cómo desarrollarse. Un estado, o determinado gobierno, puede adoptar ciertas “políticas lingüísticas”, aunque sería mejor que no lo hiciese. Lo que no puede hacer es obligar a que la gente hable de determinada manera o prohibir que lo haga de otra. Todo esto viene a cuento de la prohibición por parte del gobierno actual del uso del “lenguaje inclusivo” en la Administración Pública. Hubiese sido mejor redactar un manual de estilo para los documentos públicos y asunto terminado. Pero eso no hubiese tenido la repercusión que provoca, a favor o en contra, la palabra “prohibir”. “Prohibir” y “obligar” son verbos que tienen una historia bastante triste, al menos en el ámbito que nos compete, quizá también en otros.
Lo que se entiende comúnmente por “lenguaje inclusivo” y que produce tantos exégetas como detractores es apenas la punta del iceberg de un fenómeno lingüístico mucho más complejo. En un reportaje publicado en el diario “La Nación” Santiago Kalinowski, lingüista y lexicógrafo, director del Departamento de Investigaciones Lingüísticas y Filológicas de la Academia Argentina de Letras, explicó en primera instancia que “en realidad nadie inventó el lenguaje inclusivo porque las cosas en lengua no se inventan, sino que se trató de un proceso de reflexión que comenzó a finales del siglo XX en ciertos espacios asociados a las elites y vanguardias”. Si bien encuentra antecedentes en el feminismo de los años 70 y en la Constitución de Venezuela de 1999, cree que “no todos tienen el tiempo ni las herramientas para ponerse a reflexionar sobre los efectos del uso del masculino genérico sobre la autopercepción” y que sobre el final del siglo XX empezó a pisar muy fuerte la idea de desdoblar el lenguaje a raíz de que el masculino genérico era un problema.
El castellano es un idioma que usa el masculino como el género “no marcado”. El latín tenía tres: masculino, femenino y neutro. En las lenguas romances, las lenguas derivadas del latín como la nuestra, existen dos géneros gramaticales, el femenino y el masculino. Solamente el rumano conservó una forma neutra. Lo que ocurrió fue que los neutros latinos se asimilaron a los masculinos. Algunos creen que eso fue así porque el mundo de aquella época era esencialmente de varones y el lenguaje no hizo más que reflejarlo. Yo, que he estudiado latín y he sido durante muchos años profesor de lenguas clásicas, podría argumentar otras cuestiones gramaticales, pero esta es una revista de escritores, no de filólogos. Ese uso del masculino como “género no marcado” es uno de los puntos sobre el que arreciaron las mayores críticas.
Por ejemplo, se criticó mucho, desde el lado de los que son refractarios a la inclusividad, que una presidenta de la Nación utilizara en sus discursos “todos y todas”, con el argumento de que “todos” incluye, valga la redundancia, a todos. Si bien el uso de los dos géneros va en contra del principio de economía lingüística, no creo que la lengua se resienta por esta variante, lo mismo que cuando se dice “señoras y señores”. Sería de muy mala educación dirigirse a un auditorio donde hay personas de los dos géneros diciendo simplemente “señores” porque el masculino es el género “no marcado”. No se nos debe escapar que las posiciones lingüísticas están muchas veces teñidas de componentes políticos. No debería ser así, pero la realidad es esa. Lo mismo que negarle el tratamiento de “presidenta” a una jefa de estado. A este respecto, la RAE ha sido muy clara: “en referencia a una mujer, la opción más adecuada hoy es usar la forma «presidenta», femenino documentado en español desde el s. XV y presente en el diccionario académico desde 1803”. ¿Lo que molesta es la palabra “presidenta” o el hecho de que una mujer ocupe la jefatura del estado?
Los “puristas”, por llamarlos de alguna manera, argumentan que palabras como “presidente”, “gobernante” o “amante” provienen de los participios de presente del latín, que eran tanto masculinos como femeninos. Pero la mayoría de los 600 millones de personas que hablan castellano en el mundo nunca estudiaron latín ni les importan los participios de presente. Perciben que una mujer que es jefa de estado es “presidenta”, pero también “gobernante” y no “gobernanta”. Por esta última palabra se entiende “mujer que en los hoteles tiene a su cargo el servicio de un piso en lo tocante a limpieza de habitaciones, conservación del mobiliario, alfombras y demás enseres”. O bien “encargada de la administración de una casa o institución”. El lenguaje se va adaptando a los cambios sociales, y uno de los grandes cambios de nuestra sociedad es la participación de la mujer en la vida pública. En otro tiempo una “alcaldesa” era la mujer del alcalde. Hoy el diccionario registra las dos formas, alcalde – alcaldesa, con el mismo significado: “autoridad municipal que preside un ayuntamiento y que ejecuta los acuerdos de esta corporación”. A Ana Ozores, la protagonista de la novela de Leopoldo Alas, la llamaban “la regenta” porque estaba casada con don Víctor Quintanar, regente de la Audiencia de Vetusta. Pero, hoy, “regenta” se refiere a una función política, no a un estado civil.
En nuestro país, muchos creen que la discusión sobre el lenguaje inclusivo es autóctona. Una escritora a la que invité a asociarse a la SADE me dijo que estaba de acuerdo siempre que no la obligaran a utilizar el lenguaje inclusivo. En una reunión virtual de la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras, de la que soy presidente y en la que participaban muchos hispanoamericanos, un académico español se sintió embelesado por lo bien que hablábamos, porque en España ya lo tenían harto con el “todes”. Lo cierto es que la misma discusión se da entre los hablantes del francés, el inglés, el noruego, el hebreo, el árabe. En 2015. la Academia de Suecia introdujo en su diccionario el pronombre “hen” para que conviviera con “han” (= él) y “hon” (= ella). En castellano correspondería a “elles”. Se argumentó que esa forma venía utilizándose desde 1960, que se había extendido su uso y por lo tanto no había ningún motivo para no añadirla. Del mismo modo, la RAE no dicta cómo se debe hablar, sino que va recopilando usos y costumbres lingüísticas, constata cómo evolucionan, y si su uso se consolida y estabiliza, los incorpora.
No pretendo entrar en la polémica sobre el “lenguaje inclusivo”, en la que saldré enemistado con mucha gente a la que aprecio, de uno y otro lado. Pero no querría pasar por alto otra inclusividad, la que se refiere a la oficialización de nuestra forma de hablar el castellano en América y también de escribirlo. Este debate ya se empezó a dar en 1837 en el Salón Literario, y fue una de las causas por las que Juan María Gutiérrez rechazó su incorporación a la RAE. Borges, en El idioma de los argentinos, libro que más tarde habría de eliminar, opone el lenguaje argentino al español. Ambos son diferentes, y aceptar el supuesto predominio de la lengua y normas académicas españolas es imposibilitar el crecimiento de un idioma propio, que existe y que, de manera nítida, se diferencia del otro. Se pregunta si será posible la aceptación de un lenguaje propio, libre del españolismo, y que no esté atado al lunfardo o al lenguaje arrabalero. Mucho se ha discutido y no sólo aquí sobre estos temas. Andrés Bello, que era venezolano y vivía en Chile, abogaba por una concepción purista, castiza, básicamente estática e inmovilista del idioma. Mientras que Sarmiento decía: “si hay en España una academia que reúna en un diccionario las palabras que el uso general del pueblo ya tiene sancionadas, no es porque ella autorice su uso, ni forme el lenguaje con sus decisiones, sino porque recoge como en un armario las palabras cuyo uso está autorizado unánimemente por el pueblo mismo y por los poetas”.
Argentina es uno de los países hispanohablantes en donde “vos” se convirtió en la variante estándar de la segunda persona del singular. También se usa el voseo en Uruguay, algunas regiones de Colombia y Centroamérica. A mis amigos españoles les encanta cómo lo usamos, porque lo sienten como un arcaísmo del Siglo de Oro. Lo mismo que me ocurrió a mí en Bogotá, cuando una muchacha me dijo “vuesa merced”. Pero la lucha por la inclusión del voseo no fue sencilla. Aquí mismo existía tiempo atrás la idea de que nuestra forma de hablar el castellano era incorrecta, que el verdadero castellano era el que se hablaba en Madrid (o en Valladolid), y que había que enseñarles a los alumnos a usar el “tú” en lugar del “vos”. De más está decir que el fracaso fue rotundo. Pero en la lengua literaria, el voseo tardó mucho en imponerse. En la poesía, todavía hoy conviven el “tú” y el “vos”. Pero sabemos que la lengua de la poesía es artificial, no como la de la narrativa o el teatro, en los que, si un personaje es argentino, lo más verosímil es que vosee. La RAE terminó aceptando e incorporando el voseo hacia 2001. Esto no habla muy bien de la RAE, y lo digo con dolor de académico.
Vuelvo a insistir: la RAE no dicta cómo se debe hablar, sino que va recopilando usos y costumbres lingüísticas, constata cómo evolucionan, y si su uso se consolida y estabiliza, los incorpora. A veces muy tardíamente, como acabamos de leer. Pero en la Argentina se ha prohibido un uso lingüístico. No es la primera vez que pasa. Cuando Jorge Asís era secretario de cultura de la Nación, quiso que se reemplazaran los términos extranjeros que se leen en los negocios por sus equivalentes en castellano. Eso le costó el cargo. Recuerdo la campaña en contra de esa medida que se hizo desde el programa de Mariano Grondona. Más tarde el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires prohibió el “lenguaje inclusivo”, lo que fue repudiado por el Instituto de Lingüística de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. En España, Francisco Franco prohibió el gallego, el catalán y el euskera, pero no pudo meterse dentro de las casas en las que estas lenguas se siguieron hablando. Las consecuencias de esa prohibición repercuten todavía en la actualidad. Y si empezasen a aparecer obras literarias escritas en “lenguaje inclusivo”, ¿se las debería prohibir?
Confieso que no he leído hasta ahora obras de ese tipo, pero mis gustos literarios son más bien clásicos. Sé que las hay, y en caso de que proliferaran, la solución no sería ordenar una quema de libros de las que entusiasman tanto a las dictaduras, sino ejercer mi derecho a leer lo que yo quiera. El verbo leer no tolera el imperativo.