Los fantasmas del Tortoni
Hay bares y confiterías que se han perdido para siempre. Hoy, El Águila es una tienda de muebles y electrodomésticos y el Petit Café una sofisticada librería que exhibe volúmenes de arte e informática. Las Violetas, el Querandí, la Ideal y el Café de los Angelitos tuvieron la fortuna de ser recicladas. El Molino está por gozar de la misma suerte. En la London sólo quedan el nombre y la reminiscencia de unas sillas incómodas que inmortalizara Cortázar en Los Premios; incluso hay una mesa que lo evoca. La Biela, también, le dedicó una mesa a Borges, aunque él no solía ir allí. Por un tiempo, junto a esa mesa plantaron una grotesca escultura que malamente intentaba perpetuarlo; una placa alusiva y un eterno pocillo de café completaban la escena.
Sin embargo, tozudas, arrogantes y orgullosas ciertas confiterías aún conservan sus mesas y sillas de madera, lucen barras de mármol, tienen espejos biselados, pantallas de porcelana y apliques de bronce; algunas también albergan fantasmas. El Tortoni es una de ellas. Fue construida en 1858. Cuenta con un sótano en donde se podía escuchar a la Fénix Jazz Band y a la Creole Jazz Band repitiendo viejos temas de New Orleans y de Chicago. Aunque tocaban bajo tierra, ese no era el sitio de los fantasmas. Para encontrarlos hay que volver a la planta baja. Por entre sus mesas alguna vez anduvieron Carlos Gardel, Alfonsina Storni, Quinquela Martín, César Tiempo, Roberto Arlt y los dos hermanos Tuñón. Bajo su techo y entre esas paredes, García Lorca repitió los versos esenciales de su Romancero gitano y Pirandello festejó la puesta argentina de Seis personajes en busca de un autor. Ahí están las placas para testimoniarlo, aunque no es necesario: mezcladas con las voces de los parroquianos, con el pedido de los mozos y, alguna vez, con el repiqueteo de los dados sobre las mesas de mármol, aún perduran esas nobles presencias.
En los fondos del Tortoni, había dos reservados. En uno de ellos, a comienzos de 1960 celebrábamos las reuniones de la revista literaria El escarabajo de oro. Era la cita obligada de los viernes, nos encontrábamos después de las diez de la noche y solíamos estar hasta las dos de la madrugada. Entonces éramos jóvenes y con nuestros poemas y cuentos creábamos nuestros propios fantasmas, mientras convivíamos naturalmente con los del Tortoni. Aunque nunca vimos a Pirandello y a García Lorca, aunque jamás cruzamos una sola palabra con Alfonsina Storni, los “sentíamos”, sabíamos que estaban allí.
Treinta años después, uno de esos reservados albergó cuatro mesas de pool; realmente, un territorio poco adecuado para encontrar duendes. El otro reservado es el que me interesa. Una noche, por motivos que ahora no vale la pena repetir, volví al Tortoni. A paso lento caminé hasta el fondo y allí tropecé con una suerte de peña artística. La integraba un público devoto y una cifra imprecisa de voluntariosos aficionados. La mayoría ya había superado el medio siglo de vida; sin embargo, los movía un entusiasmo joven. Cada artista esperaba su turno y cuando por fin llegaba el momento, ocupaba el centro de la escena. El cantor de tangos usaba un traje al que los años y la persistente plancha le habían otorgado un brillo inusitado; llevaba camisa blanca y corbata negra, siempre con nudo corazón. El que se ocupaba de los boleros exhibía una camisa con canesú, pantalón y chaleco de charro mexicano; en sus manos cargaba un voluminoso sombrero de ala ancha. La cupletera lucía un largo y gastado vestido rojo, con grandes lunares blancos; de sus orejas colgaban aros de fantasía y una peineta excesiva se empeñaba en sostenerle el rodete. Un piano voluntarioso y una oportuna guitarra le ponían música al espectáculo. Descubrí que a esos anacrónicos artistas poco les importaba lo que sucedía en el resto del Tortoni. Estuve un rato escuchándolos, después me fui con la promesa de que jamás regresaría.
Poco tiempo después incumplí la promesa. Cerca de las once de la noche me confundí con el resto de los espectadores y aplaudí al final de cada tema. Esa ceremonia la repetí durante varias semanas. Pronto advertí que el espectáculo se repetía sin una sola modificación, con la puntualidad de vaya a saberse qué diabólico reloj. Iniciaba la función el cantor de tangos, luego actuaba el cantor de boleros y por último la cupletera; los tres invariablemente entonaban los mismos temas. Decir que lo hacían bien sería un rasgo de generosidad; los tres desentonaban sin contemplaciones. Pero yo estaba allí para escucharlos, no para juzgarlos.
Un viaje inesperado me llevó lejos del Tortoni. Eché de menos a la peña y, aunque no recuerdo mis sueños, estoy seguro de que alguna vez soñé con el cantor de tangos, el cantor de boleros y la cupletera. Dos días después de mi regreso al país, decidí visitarlos. A las once de la noche entré en el Tortoni y caminé hacia el reservado. Primero me sorprendió el silencio; luego la soledad. Sólo persistía el piano, como testigo mudo de tanta ausencia. Le pregunté a un mozo por los artistas. El mozo me dijo que si buscaba artistas podía bajar al subsuelo. Hoy, está la Fénix Jazz Band, dijo. Los artistas del reservado, repetí y señalé el piano. El mozo negó una y otra vez, con pequeños movimientos de cabeza. Me preguntó qué artistas y dijo que tal vez esa gente habría estado allí antes de que él comenzara a trabajar. En ese instante comprendí todo, no me aventuré a preguntarle cuánto hacía que trabajaba en el Tortoni; tampoco me atreví a interrogar a los otros mozos. Me fui en silencio. Desde entonces estoy convencido de que el cantor de tangos, el cantor de boleros y la cupletera deambulan por entre las mesas del Tortoni, junto a Pirandello, García Lorca y Gardel.