
A comienzos de año, a mí (como a todos) nos sorprendió en las vidrieras una nueva obra de Gabriel García Márquez, la que es en teoría “su onceava novela”, y una que parece extraña a ojos del desprevenido ya que es una obra de un autor que lleva fallecido más de diez años. Algo que, incluso, aparece como pregunta recurrente a la fecha en cualquier momento en el que debatimos sobre autorización autoral bajo una premisa básica…, ¿pueden hacer eso?
En agosto nos vemos, es una novela póstuma. Es autoría del mismo autor, es un manuscrito inédito publicado este año por sus herederos, y cuya salida no estuvo libre de controversias. Es que, una vez fallecidos los referentes de la literatura, tras el arder de las bibliotecas de sus mentes (como metaforizó alguna vez Javier Ruescas) y comenzado el plazo letal de los derechos antes de caer en dominio público, aparece una pregunta en la mente de los que quedan: ¿qué hacer con las obras de un autor fallecido?
El debate parece, hoy en día, situarse entre dos opciones respecto a su rentabilidad: ¿cederlas a otro para su gestión (y probablemente para adaptación) o dejarlas morir en su inaccesibilidad por circunstancia? Son varios los herederos que dedicaron su vida a la protección absoluta del legado a niveles de limitar brutalmente el acceso a las mismas, algo por lo que fueron abiertamente criticados.
Aún es peor cuando se trata de los manuscritos y borradores de un autor fallecido. ¿Qué se debe hacer? ¿Conservarlos? ¿Quemarlos? ¿Publicarlos? Hay casos de todos. Hay autores cuya última voluntad fue que se quemaran, y así se hizo. Aunque otros, decidieron hacer caso omiso de la orden y publicaron tal vez una de las mejores obras para abogados de la historia (El proceso, de Franz Kafka).
En el caso particular, el mayor eje de debate se instala a causa de que la última voluntad de Gabo parece que fue la destrucción de la obra. Los herederos, tras años de debatirse qué hacer y compilar una obra finalizada, decidieron publicarla. Decisión no exenta de controversia, pero que como el académico Álvaro Santana-Acuña (2023), advirtió: no importa lo que hicieran, serían criticados. De publicarlas, por perseguir el lucro. De no hacerlo, por limitar el acceso a una de las mejores prosas de nuestro continente.
Al mismo tiempo, la pregunta que nace sobre el tópico, “¿qué pasa con nuestras obras una vez morimos?”, parece casi un absurdo en el vacío, pero me atrevo a dar una respuesta: más allá del derecho a la paternidad (el reconocimiento de nuestra autoria de por vida), y el derecho a la integridad (la no alteración de la misma), los derechos patrimoniales pasan a nuestros herederos.
Así que nuestro legado, en última ratio, queda en sus manos. Ellos controlan la explotación económica de la obra, incluyendo su reproducción, distribución y comercialización, durante el periodo que dure el derecho postmortem (plazo que depende del país). En este caso, la decisión fue que valía la pena la publicación. Decisión que no se ha visto privada de críticas.
La mayor coincidencia que tengo con aquella cobertura del académico citada, es la de la frase con la que culmina su análisis: la vida de una obra de arte no termina cuando muere su creador. Tal vez las obras póstumas son la máxima representación de que las obras, una vez públicas, dejan de pertenecer al autor. Las obras pasan a ser propiedad de aquellos que las leen en un sentido real (agotamiento, el libro les pertenece en propiedad a sus lectores) pero también en un sentido simbólico: las obras de los artistas son propiedad de la sociedad que las conocerá y disfrutará, aun cuando los derechos patrimoniales digan algo distinto.
Una verdad que en ocasiones los autores sentimos como incómoda, pero debemos asumir de todos modos.