Cantos humanos y cómo el tango entró en la SADE

En 1966, Mario Jorge de Lellis tenía 44 años, casi nos doblaba en edad. Para nosotros, los que entonces editábamos El escarabajo de oro, era un señor mayor. Era también, y por sobre todo, un poeta mayor. “Lo encontrábamos un continuador de la obra de Raúl González Tuñón, de Nicolás Olivari, de César Tiempo”, supo apuntar Horacio Salas. “Con él descubrimos que era posible una poética tanto de los pequeños sucesos como de los ídolos populares (…) y aprendimos sus textos de memoria”.
“La vida es tan correcta / tan construida así como esas casas de diez pisos / tan dócilmente puesta hacia la muerte…”, había escrito De Lellis en Canto a los hombres del vino tinto. Y precisamente en ese año, 1966, él iba hacia la muerte, aunque no iba dócilmente: tenía un cáncer, le quedaban unos pocos meses de vida. Sin embargo, soslayó los gestos trágicos y siguió rindiéndole culto a la amistad, al vino y a los versos. La amistad y el vino estaban garantizados; en cuanto a los versos, justo en esos días se cumplían veinticinco años de la aparición de Flores del Silencio, su primer libro de poemas. Nos pareció que había que celebrarlo.
¿Y qué mayor festejo que la reedición de Cantos Humanos, uno de sus libros esenciales? Se lo propusimos, y le pareció magnífico que sus versos aparecieran bajo nuestro sello editorial. Necesitábamos una tapa acorde con la obra. Hablamos con Carlos Alonso. Se sintió honrado por participar en el agasajo y una semana después teníamos un dibujo, una suerte de tríptico de trazos dolorosos y profundos que mostraban los rasgos medulares de De Lellis. El libro ya era un hecho, en la solapa escribimos: “Se nos ha dado por querer que esta nueva edición de Cantos Humanos sea algo así como el pequeño pago; o mejor, para que no haya malentendidos, el homenaje en chico de toda una generación al poeta al que más le debe”.
La presentación se iba a hacer en la SADE, en el viejo caserón de la calle México. Hablarían Osvaldo Rossler, en nombre de la SADE, Horacio Salas y Abelardo Castillo, en nombre de El escarabajo de oro. Mario Jorge De Lellis leería algunos de sus poemas. Ninguna sorpresa: presentación de escritores, con palabras de escritores, en la casa de los escritores, seguíamos las normas de la época. Estábamos a punto de hacer imprimir las invitaciones cuando De Lellis nos habló de su fantasía. “Algo así como el sueño del pibe”, dijo. Se imaginaba él, leyendo sus poemas, y a su lado Aníbal Troilo, acompañándolo con el fuelle. Era un sueño sin más vueltas. Los sueños están para cumplirse: había que buscar a Anibal Troilo. Nos dijeron que podríamos encontrarlo en Caño 14, un bar de copas y tangos que estaba en un entrepiso de la calle Uruguay, entre Paraguay y Charcas. Ahí lo encontramos, en cuanto pudimos acercarnos, le contamos quién era Mario Jorge de Lellis, le dijimos que igual que él había nacido en Almagro y que le quedaban unos pocos meses de vida. Troilo nos escuchó con los ojos semicerrados; de tanto en tanto movía apenas la cabeza, como afirmando. Cuando dejamos de hablar, habló él: “¿Qué día y a qué hora?”, preguntó. “El 5 de abril, el martes 5 de abril, a las siete de la tarde”, contestamos. “Allí estaremos”, dijo, en plural.
Mario Jorge de Lellis nunca se enteró de aquella visita a Caño 14, la callamos con el fin de mantener el efecto sorpresa, aunque hubo una segunda razón para ese silencio: la promesa de Troilo podría haber sido una manera piadosa de sacarse de encima a esos jóvenes que venían a pedir imposibles. El 5 de abril, a las seis y media de la tarde, estábamos convencidos de eso. Sin embargo, nos apostamos en la puerta de la SADE esperando lo imposible. Unos minutos antes de las siete, comprendimos el plural de aquella noche en Caño 14: en la vereda de enfrente se detuvo un taxi y de él bajaron Aníbal Troilo, Roberto Grela y Tito Reyes. Los tres se escabulleron hacia el fondo del escenario. Poco después Horacio Salas y Abelardo Castillo hablaron del poeta y su poesía, luego Mario Jorge de Lellis comenzó a decir Canto a los hombres del vino tinto, cuando llegó al verso “Viejos amigos míos, cantantes de violetas” se produjo el milagro: sonaron los primeros acordes del bandoneón de Troilo y casi de inmediato los compases de la guitarra de Grela. El resto no se puede contar, fue “como un gran acordeón tocando a fiesta”.
Una semana más tarde, un grupo de honorables señoras, habilidosas a la hora de componer madrigales, envió una carta de protesta a los diarios y a la Comisión Directiva de la SADE, decían que se había ofendido a la augusta casa de los escritores.
Han pasado más de cincuenta años. Esas señoras ya no están. Cambiaron los gobiernos, las calles y hasta el siglo. Sin embargo, el fuelle de Troilo, las cuerdas de Grela y los versos de De Lellis continúan inalterables, con la misma fuerza y la misma magia de aquella noche en que se unieron para hacer posible un sueño y para, de paso, lograr que el tango entrase definitivamente en los salones de la SADE.