
En un mundo atravesado por pantallas, plataformas y nuevos hábitos de lectura, el libro digital no reemplaza al papel, sino que lo complementa. Este artículo reflexiona sobre los desafíos y oportunidades que plantea el ecosistema digital para lectores, autores y mediadores culturales.
El libro ha sido, desde sus orígenes, un artefacto de la memoria capaz de transformarse. Y así lo ha demostrado a lo largo del tiempo: pasamos del rollo al códice, del manuscrito a la imprenta, y de la edición industrial al soporte digital. Cada evolución respondió tanto a las posibilidades tecnológicas de su época como a las necesidades de los lectores.
El libro ha sabido reinventarse frente a los cambios culturales, sociales y económicos. Pensemos en los libros de bolsillo, que democratizaron la lectura en el siglo XX, o —más cerca nuestro— en las editoriales cartoneras surgidas tras la crisis de 2001, que expandieron voces ajenas al mercado editorial tradicional y reivindicaron la lectura como un derecho popular. Estas iniciativas, muchas veces surgidas en barrios o espacios comunitarios, no solo facilitaron el acceso al libro, sino que también propusieron nuevas formas de circulación cultural y resistencia simbólica.
Lejos de desaparecer con la radio, la televisión o internet, el libro se valió de esos medios para expandirse. Los audiolibros, las adaptaciones cinematográficas y las reseñas en redes sociales se han vuelto, en ese sentido, grandes aliados en la difusión de las obras escritas.
Naturalmente, la masificación de las tecnologías electrónicas derivó en un debate muchas veces planteado en términos de antagonismo entre el libro impreso y el digital. Sin embargo, la experiencia cotidiana demuestra una convivencia real. Muchos lectores alternan formatos: hay quienes disfrutan la textura del papel, y quienes prefieren la practicidad de lo digital. Yo mismo leo en papel por placer, pero corrijo y trabajo en digital. En el ámbito educativo esta coexistencia es aún más evidente: los estudiantes consultan libros impresos en la biblioteca, pero también PDFs, fotocopias escaneadas y materiales en línea. A menudo no por elección, sino por necesidad: el precio de los libros en papel, especialmente los técnicos, resulta en muchos casos inaccesible. El libro digital permitió que la lectura siguiera circulando, incluso en contextos adversos.
Durante la pandemia, por ejemplo, fue una herramienta vital. Gracias a los libros digitales se pudo continuar leyendo, enseñando y aprendiendo. Para quienes escribimos, también fue una forma de seguir creando y compartiendo en medio de la incertidumbre. Pero esa experiencia dejó al descubierto una realidad persistente: la brecha digital. No todos los lectores tienen acceso a dispositivos adecuados, conexión estable o habilidades tecnológicas. Para muchas personas, leer en digital representa aún una barrera. De allí la importancia de las políticas públicas, pero también del acompañamiento humano: enseñar a usar, brindar acceso, facilitar el encuentro.
En el plano de la escritura, lo digital amplió las posibilidades. Plataformas como Amazon y Wattpad permiten autopublicar, compartir textos, generar comunidad. Esa autonomía —especialmente valiosa para quienes están comenzando o viven lejos de los grandes centros editoriales— no está exenta de desafíos: la sobreoferta, la falta de filtros, la dificultad para destacarse entre miles de títulos. Publicar es más fácil, sí. Pero ser leído, sostener una voz y construir una obra sigue siendo complejo.
Frente a este panorama, es clave fomentar una lectura crítica y una escritura responsable. El acceso no debe confundirse con la calidad, y la visibilidad no siempre garantiza profundidad. Como autores, docentes, bibliotecarios, gestores culturales y ciudadanos, tenemos una tarea común: pensar con cuidado qué leemos, qué promovemos, qué voces amplificamos. La cultura no es neutra. Cada libro que circula, cada autor que se visibiliza, ayuda a construir el paisaje simbólico de una comunidad.
El libro digital, además, transforma nuestros hábitos de lectura. Las pantallas favorecen el escaneo veloz y fragmentado. Leer profundamente requiere atención sostenida, algo cada vez más difícil en medio de notificaciones y estímulos constantes. El desafío es lograr que el lector —aun en digital— pueda conectar emocional e intelectualmente con el texto. Y en eso, las escuelas, bibliotecas y espacios de mediación tienen un rol irremplazable.
En definitiva, el e-book no es el enemigo del papel ni representa el fin del libro tal como lo conocemos. Es una nueva forma de habitar la lectura, con sus propias lógicas, ventajas y desafíos. Como escritor, lector y bibliotecario, me interesa pensar cómo hacer para que todos esos formatos convivan. Para que leer siga siendo un derecho, una práctica cotidiana, un placer. Y, sobre todo, para que no perdamos de vista lo esencial: ese momento íntimo y poderoso en que alguien escribe y alguien lee. Ese vínculo humano que ninguna tecnología reemplaza, aunque sí puede acompañar, potenciar y multiplicar.
Leer sigue siendo una de las mejores formas de conectarnos con nuestro futuro y con lo más profundo de nuestro presente.