
Antes del receso invernal había pedido prestado en la biblioteca histórica de la Universidad Nacional Arturo Jauretche, un ejemplar de Historia universal de la infamia. Entre sus páginas, un relato quedó suspendido en mi memoria como una sombra: Un teólogo en la muerte.
En homenaje a la fecha de nacimiento del célebre Borges, quiero pecar en compartir brevemente lo que, como lectora, llamó mi atención. El cuento trata sobre un teólogo que tras su muerte sigue escribiendo compulsivamente sobre la caridad, sin embargo, no lo hace con convicción y a medida que van apareciendo almas en pena como el, les engaña para que crean que están en el cielo. El final del cuento es tan sugerente como el hecho de que, tras su muerte, su casa, lo que lo rodea a Melachton es idéntico a como cuando estaba vivo.
Historia universal de la infamia (publicado originalmente en 1935 y revisado por Borges en 1954) fue objeto de la severidad de su propio autor, quien lo definió como “el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias”.
Melachton existió. Philipp Schwartzerdt o Felipe Melanchthon fue un erudito y teólogo alemán, reformador junto a Lutero y Calvino, arquitecto de planes de estudio que influyeron en el rumbo de la educación moderna.
Sin embargo, con respecto a la figura de Melachton creo que es como un espejo de reflejo empañado, después de todo Borges hiló biografías de ladrones, malevos que sí existieron, pero reencarnados en diferentes versiones de sí mismos. Sí fue inevitable para mí pensar que Jorge Luis Borges en este cuento evoca lo irrelevantes que pueden ser las discusiones teológicas y todo lo que creemos cargado de significado, nuestras rutinas, nuestro hogar frente a la eternidad.
Melachton es condenado por escribir sobre la fe sin practicar la caridad, como si el peso de las palabras pudiera, en algún momento, medirse contra el de los actos. Al acabar el cuento, queda flotando la sospecha de que, para Borges, el verdadero infierno no es el tormento, sino la repetición, el temido laberinto de la vida tras la muerte.








